En mi barrio hay una casa que no es como las demás. Claro, me dirán, ninguna casa es como las demás, salvo que uno viva en un barrio prefabricado. Pero ésta es diferente en ciertos aspectos en los que todas las demás son semejantes. Y el primer aspecto –y más visible- es su arquitectura. Ocupa el triángulo más agudo de un cruce de cinco esquinas, y la casa misma copia esa forma triangular, insertándose como una cuña en la mirada del que viene por la calle, por cualquiera de las que allí desembocan. Y lo primero que uno ve en ella –sobre todo si uno es un niño- es un castillo. Pero no un castillo radiante y majestuoso, como los de Disney, sino uno tétrico y embrujado. Como los del Disney más oscuro y tortuoso. Como una materialización
–inquietantemente próxima- de los imaginados castillos de los cuentos. La noche, la penumbra, la débil luz de la luna, las nubes, acentúan esta impresión. La gran torre redonda de techo cónico, el balcón, la pesada puerta de madera, la reja, el invisible jardín… Pero el detalle que remata esta arquitectura infame –el verdadero golpe maestro de quien quiera que haya construido esa casa, si es que alguien lo hizo- es la veleta que se yergue en lo más alto de la torre. Si uno la observa con un ángulo favorable, advertirá que no se trata de un amistoso gallo, ni de una inocente cruz cardinal… La forma recortada en ese maldito pedazo de hierro es… una bruja.
Tal vez no sea necesario describir el espanto que me produjo esa casa desde que era muy chico, hasta tiempos recientes. Daba la casualidad –infortunada- que frente a esa casa vivía una vecina que ponía inyecciones y hacía algunos trabajos de costurería. Por uno u otro de los motivos, eran frecuentes nuestras visitas a su casa, y por lo general de noche. Esta mujer, por otra infortunada casualidad, o tal vez por el poder plástico de la imaginación, era verdaderamente una bruja. No por su carácter –hagamos justicia- pero su aspecto y su risa eran un reflejo de la conocida (y entonces presente en mi imaginario fantástico) bruja Cachavacha. En fin, todos estos detalles convertían esas visitas en una aventura de miedo, aunque disfrutada, en cierto modo morboso. Allí, desde la puerta, o –peor- desde el auto, solo, yo espiaba cómo la bruja de la veleta acechaba, montada en su escoba, recortada contra el cielo nebuloso o plateada por la luna, indicando las indefinidas maldades residentes en aquel castillo. La imagen de la vecina, o el sonido de su risa, venían a completar el cuadro macabro…
Algunos años después, la curiosidad –y una mayor libertad de movimientos- me llevaron a explorar de cerca esa incógnita mansión. Una tarde caminaba por allí, y al pasar junto a la casa, decidí echar una ojeada. Una ventana lateral abierta me invitó a ello. Era una pequeña ventana en forma de arco, con persianas de vitró. Como quien no quiere la cosa, me acerqué. Y miré. Juro que vi armaduras. Y juro que en ese mismo instante oí un acorde terrorífico de órgano. Aterrorizado, salí corriendo. El impacto fue tal, que hoy, muchos años después, no estoy seguro de si fue real, o si lo imaginé, o incluso si lo soñé…
El tiempo, “y un trato más frecuente con las ciencias”, me indujeron a creer que en esa casa tiene que vivir una familia real, aunque nunca haya visto a sus miembros. Es posible. El pasar por allí ya no me asusta. Pero una cierta incomodidad me hace apurar el paso, y –sobre todo- desviar la mirada. Porque, después de todo… ¿qué clase de gente puede tener una bruja en lo alto de su casa???
domingo, julio 27, 2008
Crónica de barrio 2
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario