Recientemente fui víctima de una nueva moda que está cundiendo por los barrios. Consiste esta práctica en instalar, en el frente de la casa, y a una cierta altura, una lámpara que, mientras nadie pasa por allí, permanece apagada; pero en cuanto alguien se acerca por la vereda a cierta distancia, se enciende repentinamente, y no vuelve a apagarse hasta que el transeúnte se ha alejado lo suficiente. Este artefacto, demás está decirlo, es hijo de la sensación de desconfianza que ha ganado las calles, cual un gas raro y para nada noble…
Así, caminaba yo una noche por una calle del barrio, ensimismado en vaya a saber qué ideas, cuando, al pisar la invisible frontera de la “zona prohibida” de cierto domicilio, se encendió una potente lumbrera, bañándome con una blanca y vehemente luz de sospecha. Me detuve un instante, algo confundido. Cierta molestia comenzó a subirme por las piernas, cierta indignación por la acusación de aquel aparato, cierta incomodidad de vitrina, cierto nerviosismo de escenario, cierta reminiscencia de interrogatorio… Finalmente, opté por una salida discreta, intentando demostrar con gestos exagerados y poco creíbles… mi real inocencia.
Y me fui pensando, mientras la casa volvía a su oscuridad anterior a medida que yo me alejaba. Pensando, primero, en la eficacia del aparato en detener el peligro pretendido, es decir, la violación del domicilio. Se parte de la base de que un frente iluminado es menos proclive a ser invadido que uno oscuro. Pero a la vez, se abandona la iluminación continua de un farol común. Tal vez por una razón de costos, pero más probablemente por una cuestión de contraste. Una vereda normalmente oscura, si se ilumina de repente, llamará la atención de la gente circundante. Y más llamativa será mientras más tiempo permanezca la luz encendida. Interesante mecanismo. Y sin duda efectivo… si los ladrones tuvieran por costumbre entrar a las casas por la puerta principal.
Desafortunadamente, no suele ser el caso. Tampoco es que a uno, de repente, al pasar por una casa, le den ganas de entrar a robar. Violar una casa no es como arrebatar una cartera o una billetera que casualmente quedan al alcance de la mano. La planificación suele darse más a menudo que la tentación.
Tal vez lo que se pretenda es controlar lo que sucede en la vereda, puertas afuera. Desalentar turbias sociedades delictivas, siempre favorecidas por la penumbra. O evitar el asentamiento de linyeras.
Lo cierto es que el barrio pierde otro rincón de oscuridad. O mejor dicho, gana un rincón de oscuridad, pero de oscuridad engañosa, oscuridad inaccesible. Puedo imaginar la cantidad de parejas que, pensando haber encontrado un sitio discreto para sus demostraciones, son de pronto sorprendidas por esta luz traicionera, más efectiva que el más helado baldazo de agua… Puedo imaginar a ese novio cuyas intencionadas demoras despidiendo a la hija del propietario son desalentadas por el infame aparato, como si fuera una extensión de la mirada del padre, multiplicada a su vez en la mirada del resto de la cuadra… Puedo imaginar al pibe que, creyendo divisar un buen escondite, se desespera de pronto al encenderse la lámpara, como un relámpago, mientras, en la piedra, el que cuenta va llegando al término de la serie…
El infernal invento poco ayuda a evitar las premeditaciones criminales. Pero sin duda que es efectivo para erradicar todo tipo de espontaneidades.
Lástima, porque serán escasos los buenos recuerdos que aquella casa evocará…
martes, abril 22, 2008
Crónica de barrio 1
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2 comentarios:
Einstein no ha de haber tenido la menor idea de los alcances de su explicación del efecto fotoeléctrico; ni mucho menos de que las consecuencias de su trabajo iban a conducir tus pensamientos a tan apetecible reflexión.
Se han dado cuenta que en estos últimos 4 meses han subido más cosas que en sus últimos dos años?
Siempre me cayeron mal esas luces.
Anita
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